Sloviansk, Ucrania oriental. En las orillas del pequeño lago salado de Sloviansk, donde las aguas medicinales ofrecen un respiro temporal del constante peligro de la guerra, la posibilidad de un acuerdo territorial entre Rusia y EE.UU. se percibe como una amenaza lejana pero inquietante.
“Me siento como si escapara de la realidad”, dice el periodista local Mykhailo, mientras se sumerge en el agua frente a un refugio antiaéreo de hormigón que domina la playa. Aunque los bombardeos son frecuentes a pocos kilómetros de allí, él bromea llamando al lugar “la Salt Lake City de Sloviansk”.
Sin embargo, la propuesta del Kremlin al enviado estadounidense Steve Witkoff —una tregua a cambio del control ruso sobre partes del Donbás aún bajo dominio ucraniano— ha generado alarma. De concretarse, ciudades como Sloviansk podrían pasar a manos rusas. Incluso en esta tranquila playa, el ambiente es de ansiedad.
“Muchos de mis amigos quieren quedarse, pero todos tendríamos que irnos”, admite Mykhailo. Aun así, se muestra escéptico: “Francamente, no creo que esto llegue a pasar”. Critica el papel del expresidente Trump en el proceso: “Lo sacó del pantano y le dijo a Putin: ‘Vladimir, quiero hablar contigo’. No le importó que todos los días mueran ucranianos”.
Ludmila, una mujer en silla de ruedas que perdió las piernas tras pisar una mina terrestre, se baña con dificultad en el lago. Para ella, las negociaciones internacionales son solo fachada. “Mienten. Todo es un espectáculo. Dicen una cosa y hacen otra. Siempre ha sido así la política”, afirma.
En toda la región de Donetsk, el aparente avance de las conversaciones entre EE.UU. y Rusia, aunque rechazado por Kyiv, ha sumido a los residentes en mayor incertidumbre.
Sloviansk, que fue ocupada por separatistas pro-rusos en 2014 y luego recuperada por Ucrania, vive en tensión. Las fuerzas ucranianas han cavado nuevas trincheras ante el temor de una nueva ofensiva rusa. Pero lo que más desconcierta a muchos es que su principal aliado, Estados Unidos, esté considerando ceder terreno.
En la maternidad local, la única en funcionamiento en kilómetros a la redonda, Taisiya acaricia a su hija recién nacida, Assol. “Eso sería muy malo. Pero no depende de nosotros. No será nuestra decisión. Solo perderemos nuestros hogares”, dice resignada tras leer las noticias.
La guerra sigue cobrando vidas. La historia de Sofia Lamekhova y su familia es un ejemplo desgarrador. Tras mudarse a Kyiv buscando seguridad, ella, su esposo Mykyta, y su hijo pequeño murieron en un bombardeo ruso el 31 de julio. Sofia estaba embarazada de tres meses y pensaba visitar Sloviansk pronto. “Se fueron de la guerra, pero la guerra los alcanzó”, dice su madre, Natalia, entre lágrimas.
Sus padres, Natalia y Sviatoslav, ahora cuidan su tumba en las afueras del pueblo. No pueden irse de Sloviansk: es su hogar y el lugar desde donde ayudan a otros, entregando alimentos y agua a vecinos ancianos que no tienen a dónde ir.
En Kramatorsk, la ciudad más cercana y capital provisional del Donetsk controlado por Ucrania, la rutina de la guerra continúa. A pesar de los bombardeos, la vida persiste. Allí, el tren de Kyiv llega entre sirenas antiaéreas. En el andén, Tetyana llora al reencontrarse con su esposo Serhiy, soldado desde el segundo día de la invasión. Él ha recibido apenas dos días libres para celebrar su cumpleaños.